ómo saldrán librados del castigo que ahora padecen los millones de palestinos de Gaza? ¿Hasta qué lugar recóndito de sus personas llegará este terrible daño a sus humanidades? ¿Acaso les permitirá, en el supuesto de que sobrevivan a los bombardeos nocturnos sobre sus tierras y hogares, que retornen a la normalidad? ¿Pueden asumir sus diarios quehaceres del día en medio de la inmerecida destrucción masiva de su espacio vital? ¿Deberán hacer propio que el sufrimiento impuesto es el costo de sus apoyos o complicidades con Hamas? ¿Sentirán acaso que lo ejecutado por los grupos armados de Hamas fueron actos terroristas? ¿O los predican como revancha, como desquite? ¿Qué tipo de rencores albergarán ahora y hasta años después? ¿Habrá, en sus mentes y dolidos cuerpos algún indicio de salida futura a sus lamentos, a su desesperación?
Estas y otras muchas interrogantes tienen que ser aireadas para intentar comprender algo de lo que en Gaza sucede. Hacer éste o similar esfuerzo de comprensión tiene que ser tarea obligada para adoptar las posturas consiguientes. Es ya imposible que este martirio sea sólo una inserción al pie de página o el impacto a color de una tétrica imagen televisiva. Al menos una, aunque sea pequeña, parte de la tragedia en curso podrá, entonces, absorberse, ilustrarse o formar parte de la historia presente.
Decir, con firme y grave acento, con certeza, como verdad sentida, o simplemente como una frase circunspecta de corrección obligada, que lo que Israel lleva a cabo son acciones derivadas del inalienable derecho a defenderse. ¿Hacerlo de esa manera, ya sea desde fuera, desde lejos o de cerca, equivale a darles el respaldo inequívoco indispensable? Poder ver a la gerontocracia israelita, ésa que ahora dirige los destinos de un pueblo en guerra, hablar con tanto desparpajo, con ese fiero rictus injertado en sus rostros, con esa sed de revancha, que lo hacen en defensa de sus vidas. Una justa y consecuente derivada del repetido derecho a defenderse.
Yo debo decir que no puedo aceptar esa definición justificadora de los inclementes ataques cotidianos israelitas. Poco importa que tal derecho esté inscrito en normas y códigos fincados entre guerreros. Nunca he comprendido esas inserciones drásticas de la ilustre cultura europea. Y no se puede porque, al mismo tiempo integra esos grandes, históricos filones de su criminal manera de ser y gobernar. No puedo ser solidario con la forma en que la ubícuita señora Úrsula von Layen, con sus ridículos trajecitos de burócrata comunitaria, dice, abiertamente, que apoya lo que hace Israel. Tampoco con lo afirmado por la presidenta del Parlamento Europeo (R. Metsola) enmascarada con ese semblante recio, corajudo y sin escrúpulo alguno, dar su incondicional aval. Las unánimes posturas europeas, respecto de tal derecho, navegan sobre inmensas, insolubles culpas por su sangriento pasado. Alemania e Inglaterra tienen que examinar bien sus participantes conciencias en la generación de este conflictivo problema.
La empatía por todos esos niños que terminan sus cortas vidas enterrados entre piedras secas obliga a la reflexión, a sentir en propia carne el dolor ajeno. Esas mujeres que caminan sin rumbo, infundadas en delirante lamento al ver sus hogares hechos añicos. ¿Cómo dejar pasar esas raspadas manos juveniles escarbar entre escombros sin, cabalmente, entender lo que les sucede, pero cuyas puñaladas de miedos y rencores llevan ya injertadas?
Ya no es posible seguir viendo a hombres cargar en brazos cuerpos inermes, ensangrentados de niñas moribundas. O padres inermes, ser desenterrados, abrazados, en duelo mortal, con su hijo. Verlos correr en busca de auxilio y llegar a hospitales saturados, incapaces de atenderlos. Bien se puede decir que este mundo tiene su nueva, repetida Guernica en tierras palestinas con ojos vueltos al cielo. Sólo que estos gazatíes, aunque levanten sus miradas, no verán la muerte que les viene del aire, sólo la sentirán con mortal espanto.
Hay que protestar, airadamente, por esas complicidades expresadas, sin tapujos pero disfrazadas de sentires –y lágrimas apenas contenidas– del presidente Joe Biden. Financiar atrocidades bélicas, asegurando una eterna solidaridad, con desplantes justicieros de guerreros impertérritos, ya reciben sonados rechazos de crecientes grupos de sus propios ciudadanos. Sitiar a los palestinos en la franja de Gaza, verdadera cárcel inhumana, sin sentido, a padecer hambre, sed y oscuridad con la consigna de matar a cada guerrillero de Hamas, no encuentra rescoldo en ley alguna. Las atroces matanzas de civiles israelitas son, ciertamente, condenables crímenes. Pero no se sanan con otras, todavía más perversas y numerosas. Lo que ha ocurrido en estos pocos días camina en pos de una insondable repetición de venganzas.