Lunes 23 de octubre de 2023, p. 31
Bogotá. En un país asediado por la violencia y la corrupción, el aparato de justicia debería ser como un oasis en el desierto, pero ni los ciudadanos lo perciben así ni los números muestran que esté amortiguando los impactos de muchas décadas de desidia estatal y ruptura del tejido social.
En palabras de uno de los juristas más respetados del país, Rodrigo Uprimny, el aparato judicial colombiano no satisface las demandas de la población
y, según estadísticas reveladas recientemente por el Departamento Nacional de Planeación (DNP), la impunidad en Colombia llega a 97.5 por ciento.
La mayoría de una larga lista de diagnósticos de entidades públicas y privadas concluye que la gente no confía en la justicia. El ciudadano de a pie cree que la administración de justicia es lenta y opina que, sin plata, siempre se perderán los juicios. No en vano las estadísticas dicen que si un sindicado acude a abogados de oficio tiene 80 por ciento más probabilidades de ser condenado que aquellos que pueden pagar un abogado. Esta situación hizo aflorar hace décadas una frase que resume muy bien el imaginario colectivo: en Colombia la justicia es para los de ruana
(que la ley se aplica con severidad sólo a los pobres; ruana es una prenda que usan los indígenas).
La percepción de que justicia y dinero van de la mano quedó consignada en un bochornoso escándalo ocurrido en la Corte Suprema en 2010 conocido como El Cártel de la Toga. Magistrados de la más alta corte del país pusieron precio a la administración de justicia cuando a sus despachos comenzaron a llegar decenas de casos que involucraban a senadores, dirigentes políticos y gobernadores acusados de aliarse con grupos paramilitares para mantener el poder en regiones de la periferia especialmente afectadas por la violencia. Los togados implicados en este episodio archivaban procesos sin siquiera estudiarlos, desviaban investigaciones, dilataban causas, alteraban evidencias y deslegitimaban a testigos, esto último con la complicidad de algunos medios de comunicación que se encargaban de restar credibilidad a testigos en truculentos reportajes.
Hace unos meses, Álvaro Araujo, poderoso cacique político de la costa norte del país, denunció ante la Comisión de la Verdad, organismo creado tras la firma de los acuerdos de paz de 2016, que el Cártel de la Toga le pidió 2 mil millones de pesos (500 mil dólares) para ayudarle a salir de sus problemas
.
Muchos de los magistrados involucrados fueron descubiertos y juzgados, pero condenados a irrisorias penas, de entre cinco y siete años, que han pagado cómodamente instalados en sus mansiones bajo la figura de la detención domiciliaria.
Estudiosos del derecho civil señalan que en esta rama la gran mayoría de los casos que llegan a los tribunales es de entidades financieras contra usuarios endeudados, lo cual ha hecho que la justicia civil haya sido colonizada por los bancos
.
Encuestas de corrupción
Una encuesta reciente contratada por el estatal Departamento Nacional de Estadística (Dane) reveló que 59 por ciento de los colombianos consideran que la corrupción en la rama judicial es alta o muy alta. También detectó que la desconfianza de la gente en los jueces y magistrados es de 47 por ciento a nivel nacional y de 61 por ciento en Bogotá.
Tales niveles de incredulidad en el aparato judicial hacen que sólo tres de cada 10 ciudadanos denuncien delitos cometidos en su contra, alegando que no confían
(8 por ciento), la justicia no hace nada
(30 por ciento) o que es una gestión inútil
(33 por ciento).
La historia política de Colombia está sembrada de altísimos niveles de intolerancia que han llevado a considerar normal que las disputas entre partidos o entre corrientes ideológicas se resuelvan a las malas. A tiros. Durante las décadas de los años 40 y 50 del siglo pasado, los partidos Liberal y Conservador se embarcaron en una guerra a muerte que dejó tendidos en el campo de batalla a unos 250 mil colombianos, muchos de los cuales murieron por prácticas atroces que dejaron huellas indelebles en la memoria colectiva.
Además, esta disputa a sangre y fuego por el poder instauró la práctica de los magnicidios, el primero de ellos el del caudillo liberal Jorge Elécer Gaitan en 1948. Unas décadas después, durante la campaña electoral de 1986, fueron asesinados cuatro candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, los tres últimos provenientes de la izquierda.
Hasta hoy, ninguno de estos crímenes se ha resuelto a cabalidad, como tampoco ha sido posible condenar a los asesinos del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado, o de los cinco congresistas, 11 diputados, 109 concejales y ocho alcaldes de la Unión Patriótica, partido de izquierda nacido de los diálogos de paz entre el gobierno del presidente Belisario Betancur y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 1984.
Un informe publicado el año pasado por la Jurisdicción Especial de Paz contabilizó 5 mil 733 militantes de la Unión Patriótica asesinados entre 1984 y 2016.
No obstante la magnitud de este genocidio, el aparato judicial colombiano no hizo su trabajo, fundamentalmente porque la mayoría de los crímenes habían sido cometidos por agentes estatales o por paramilitares en connivencia con el ejército y la policía, de tal forma que tuvo que ser la Corte Interamericana de Derechos Humanos la que condenara al Estado de Colombia por este brutal genocidio.
El Estado colombiano es responsable de las violaciones a los derechos humanos cometidas en perjuicio de más de 6 mil víctimas, integrantes y militantes del partido Unión Patriótica durante 20 años, a partir de 1984
, reza el fallo de Corte, zanjando una controversia con el Estado que había reconocido su responsabilidad en 219 casos.
El jurista Rodrigo Uprimny ilustra el fenómeno de la impunidad de esta manera: la posibilidad de que un homicidio en Colombia sea sancionado es de 4 por ciento, mientras en Estados Unidos los homicidios resueltos llegan a 70 por ciento
.
Fiscalía, refugio de los poderosos
En caso de cometer un delito, senadores y representantes a la cámara, gobernadores y ex presidentes, quedan bajo la órbita de la Corte Suprema de Justicia, constitucionalmente encargada de investigar a estos altos funcionarios públicos.
Sin embargo, se ha hecho costumbre que cuando alguno de ellos es pillado en la comisión de delitos –por ejemplo, corrupción en la contratación o compra de votos para su elección– renuncian a sus cargos con el objetivo de que sea la Fiscalía General, y no la Corte, el organismo que los investigue.
Este hecho no es gratuito, pues la Fiscalía se ha convertido, desde su creación en 1991, en una entidad de bolsilllo de los gobernantes de turno y de la clase política, refugio de poderosos delincuentes de cuello blanco cuyos procesos allí marchan en cámara lenta y terminan archivados sin pena ni gloria.
Caso emblemático de lo anterior es el protagonizado por el ex presidente Álvaro Uribe, quien había sido elegido senador de su partido en 2014, y seis años después renunció a su condición de legislador para evitar que la Corte Suprema de Justicia continuara una investigación en su contra por compra y manipulación de testigos. Tras revisar pruebas y citar a decenas de testigos, la Corte Suprema había ordenado la detención domiciliaria del ex presidente, lo cual hizo que éste acudiera a la fórmula de trasladar su proceso a la Fiscalía, donde un verdadero ejército de funcionarios se puso a su servicio.
Importante recordar que en 2009, siendo presidente, Uribe utilizó el aparato de inteligencia del Estado para espiar las deliberaciones de la Corte Suprema de Justicia, por aquella época dedicada a investigar los vínculos de decenas de políticos uribistas con grupos paramilitares.
Fuentes periodísticas locales dan cuenta de que en la Fiscalía duermen el sueño de los justos varios expedientes que involucran al poderoso empresario Luis Carlos Sarmiento Angulo en el caso de una obra de infraestructura asignada a la multinacional Odebrecht.
La falta de credibilidad en el aparato judicial, sumada al incremento exponencial de delitos como el hurto, la violación de menores y el microtráfico de drogas, han desatado una epidemia de justicia por mano propia
, en la que ciudadanos de los barrios empobrecidos de las grandes urbes o campesinos de veredas rurales optan por capturar y castigar a los delincuentes.
Cifras de la Policía Nacional indican que solamente entre enero y septiembre del año pasado 32 personas fueron asesinadas en medio de linchamientos protagonizados por las comunidades.
Sociólogos, antopólogos y analistas del tema judicial atribuyen varias causas a este creciente fenómeno, que por lo general es grabado en vivo y difundido ampliamente por redes sociales.
Cultura de la violencia
La primera causa es la poca o nula confianza que se tiene en la institucionalidad, pero además señalan cómo la sociedad colombiana adoptó varias de las prácticas utilizadas por los narcotraficantes a la hora de dirimir sus problemas. Por último, atribuyen esta práctica a la existencia de una cierta cultura de la violencia
derivada de muchas décadas de conflictos armados.
En la periferia geográfica, donde aún operan grupos armados irregulares de diversa procedencia, ocurre otro fenómeno que deja al desnudo la crisis del aparato judicial: comandantes convertidos en jueces.
Al menos en 20 departamentos del país, jefes guerrilleros o paramilitares emiten decretos locales, resuelven problemas de linderos y casos de violencia intrafamiliar, decretan toques de queda, castigan con destierro a los ladrones y matan a los violadores.
En algunas regiones se han denunciado casos en los que los jefes rebeldes dictan incluso algunas normas sobre los atuendos que deben llevar las mujeres, prohíben ciertos cortes de pelo a los jóvenes y les recomiendan no usar piercings o tatuarse su cuerpo.
Pequeños estados dentro del Estado, donde el aparato de justicia nunca ha llegado, dejando a los ciudadanos en manos de los caprichos o los atavismos fanáticos de unos cuantos.