Opinión
Viernes 13 de octubre de 2023Ver día siguienteEdiciones anteriores
Dixio
 
PUCOMIT
Fabiola Mancilla Castillo*
M

aría es una joven del pueblo zapoteco que su corta vida ha estado marcada por discriminación y violencia. Nacida en la comunidad de San Pablo Güilá, Oaxaca, desde muy pequeña fue arrebatada de los brazos de Eva, su madre. Esto luego de que decidió denunciar los abusos que sufría por su pareja. A punta de amenazas, María y su hermana Daniela fueron quitadas a su madre, quedándose a cargo de su progenitor. Pareciera que el único objetivo de éste era obtener la custodia de sus hijas, como vendetta. Siempre fue omiso en el cuidado de las menores y en su educación, su vida se iba entre alcohol y otras parejas. María y Daniela se quedaron en el abandono. Eva fue obligada a migrar a Estados Unidos, pues tenía clara la advertencia de que pagaría con su vida si se atreviera volver por sus hijas. El olvido cobró factura en la vida de las pequeñas. María a los 13 años resultó embarazada de un compañero de la escuela; había sido la única persona que le brindó el cariño que necesitaba. Desde que se conocieron hace dos años, él era su refugio.

María decidió continuar con su embarazo. En abril, nació el pequeño Diego. Su juventud no ha impedido demostrarle todo el amor que le tiene. Sabía que es importante que Diego tenga su identidad y se sienta orgulloso de sus raíces zapotecas. En el Registro Civil de su pueblo le dijeron que no era posible que una persona tan joven registrara a un hijo. En muchas comunidades indígenas negar el registro a los hijos de una menor es la forma que las autoridades han encontrado para disminuir cifras que avergüence a los gobiernos. Con las cruzadas que han hecho para revertir los matrimonios infantiles, ha sido una regla no escrita obstaculizar el registro de hijos de madres menores de edad, para simular que está erradicando la maternidad infantil. Esto marca que no se atacan las causas, sino tapar las cifras a como dé lugar, menciona Arón Díaz abogado de Tlachinollan.

Otro caso. En Metlatónoc, en la Montaña de Guerrero – una de las zonas más olvidadas de México–, vive Guadalupe, del pueblo ñuu savi, que nació en los años 30. Muy pequeña quedó huérfana. Guadalupe fue recogida por una tía que vivía en Yerba Santa, en Xalpatláhuac; supo poco de sus padres y menos tuvo opción de estudiar. Como se sabe, las comunidades indígenas se rigen por usos y costumbres, es por eso que los convencionalismos occidentales han tardado en llegar. Los principales o los comisarios son los encargados de hacer valer la justicia y quienes llevan el registro de los pobladores de las comunidades. En esa zona llegó tarde el Registro Civil, lo que provocó que Guadalupe no pudiera tener acta de nacimiento hasta principios de 2000.

La falta de documentos de identidad conlleva otros problemas. De eso se dio cuenta muy tarde Guadalupe. Desesperada por volver a ver a su hija Margarita, intentó sacar su pasaporte, pues desde muy joven ésta emigró a Nueva York. Fue imposible. Se entristeció; fue cómo si su hija se hubiera ido de nuevo. La esperanza de volverla a ver y conocer a sus nietos se hizo más lejana. El deseo de abrazarla la hace mantenerse firme a sus más de 80 años. No pierde la fe en que conocerá a su nieto militar. A Guadalupe, quien la mayor parte del tiempo está postrada en una cama, le brillan los ojos cuando habla de un posible rencuentro con su hija.

En esa entidad se encuentra Juan, niño del pueblo mè’pháá que sus padres lo dejaron con su abuela, para ellos migraban a EU. El mundo de Juan era su pueblo, San Juan Puerto Montaña, en Metlatónoc. Su vida era su hermano Francisco y su pequeña hermana Sofía. Además de ir a la escuela, Juan formaba parte de una banda de viento del pueblo, donde tocaba la trompeta. La falta de oportunidades educativas en la región, además de la creciente incursión del crimen organizado en la Montaña han hecho que sea complejo para los jóvenes vivir. Así, su padre decidió buscar alternativas para reunirse con su hijo. Habló con los abuelos y con la madre de Juan, les hizo ver que lo mejor era buscar que Juan llegara a Nueva York. El padre de Juan comenzó a alistar el viaje, pues existen beneficios para los menores indígenas en EU.

Juan llegó a Tijuana, a la organización Al Otro Lado. Ellos le comentaron sobre el procedimiento de la visa de juvenil. Le dijeron que tenían que esperar unas semanas en aquella ciudad antes de que fuera entregado a las autoridades migratorias en EU. Después de seis semanas Juan volvió abrazar a su padre, que por más de 10 años no lo había visto.

Las historias como las de Guadalupe, María y Juan son comunes. Todas se han desarrollado en regiones pobres. Estas narraciones reflejan las carencias tan profundas y el olvido que viven las comunidades indígenas, muchas de las cuales encuentran en la migración la única opción para una mejor vida. Lo irónico es que los pueblos indígenas de México nos han dado lecciones de dignidad en todas las luchas que han emprendido. Sus articulaciones siempre han priorizado el bien común, así como el consentimiento libre, pleno e informado, principios rectores de su cosmovisión. Se han abierto camino en el escenario público y, sobre todo, en el político. Codo a codo han hecho valer su voz y sus derechos. Esto a pesar de que por siglos han sido menospreciados y vapuleados. Los levantamientos de las poblaciones indígenas en México han sido un punto de inflexión en nuestra historia. Su resistencia ha cruzado fronteras, se ha permeado en la cultura de otros países de una forma tan sutil que casi no se dan cuenta. Celebran sus fiestas, sus santos y muestran sus tradiciones a lo largo y ancho de Estados Unidos. En lugares como Nueva York, Los Ángeles y Chicago se celebra a lo grande el día de los pueblos indígenas e incluso se han impulsado acciones para el reconocimiento y preservación de las lenguas.

Pareciera que todo es miel sobre hojuelas; sin embargo, estas historias nos dejan ver que dista mucho de esto. Guadalupe, María y Juan nos muestran las carencias, la falta del reconocimiento de los derechos humanos y, sobre todo, que los programas sociales siguen sin revertir el atraso histórico en servicios, educación y empleos que viven las comunidades. Sin alternativas ante un sistema que los ha orillado a migrar, nacen acciones como el PUCOMIT que es un proyecto que trata de unir a las comunidades indígenas separadas por las fronteras, como una forma de resistencia y de reconocimiento a los pueblos, pues su gente, gracias a la migración, ha engrandecido a sus economías. Su esfuerzo representa el sustento de miles de familias, que de lo contrario no tendrían alternativas. PUCOMIT nace de la exigencia de una realidad más incluyente, que permita luchar a los pueblos por un mundo más justo.

* Integrante del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan