l tema de la política de drogas, después de un largo marasmo, se volvió a mover en Colombia. Un momento clave es la Conferencia Latinoamericana y del Caribe de Drogas, convocada en septiembre pasado por los gobiernos colombiano y mexicano, en la cual tuve el honor de ser la vocera como sociedad civil para la plenaria interna entre gobiernos de la región. El balance es agridulce, aunque es muy significativo el mensaje internacional de la realización de este evento, faltó la participación más activa de los movimientos sociales, la sociedad civil y la academia. También, en algunas ocasiones se convirtió más en una retahíla de funcionarios públicos colombianos –sin muchas claridades– buscando defender cada uno lo que consideraba qué debía ser la política de drogas con miradas muy tradicionales. Habría sido útil que los gobiernos encontraran en la conferencia una serie de conversaciones que les pudieran servir para enfrentar los retos que tienen, y acercar los vasos comunicantes entre Estado y sociedad civil movilizada.
Cuatro temas fueron los que propuso el gobierno: desarrollo alternativo y sustitución, tratamiento al consumo de sustancias, crimen organizado y ambiente –todos los debates los pueden ver en YouTube–. Las preguntas y discusiones se mantuvieron en el consenso discursivo del prohibicionismo y la pregunta siempre fue: ¿qué hacer para acabarlas? Nada novedoso.
En la plenaria interna, donde participaron los representantes de gobierno y voceros de la sociedad civil, el escenario no es alentador, solamente Chile y Uruguay sentaron una posición contundente sobre la necesidad de legalizar y regular los mercados para garantizar condiciones de seguridad, paz y control de sustancias. El resto de gobiernos se dedicó a exponer sus esfuerzos por incautar, capturar, perseguir y desmantelar redes de tráfico de sustancias en un sinfín de cifras que distan mucho de mostrar mercados de sustancias sicoactivas a punto de ser vencidos. La declaración final, en muchas ocasiones de un conservadurismo insensato, empieza dándole tranquilidad a Estados Unidos y al régimen internacional, dejando claro que defiende el marco jurídico internacional, pero abre una ventana de oportunidad, unos pasos de acción para tener viva la discusión del tránsito hacia una nueva política de drogas, sobre todo para que esa discusión se dé con mayor fuerza en América Latina. Es un campo de acción que tienen las organizaciones sociales y academia para actuar.
Un segundo momento es la publicación de la política de drogas del gobierno de Colombia. Este es un buen plan de sustitución de cultivos de coca, como lo dictan los acuerdos de paz en 2016, pero mantiene el mismo aparato represor del prohibicionismo: la erradicación forzada. Si no se acogen los campesinos a sus planes de sustitución –aún etéreos y sin claridades sobre quién evaluará su efectividad o el tiempo en que puedan dar los frutos–, se van a intervenir con violencia en un semáforo de áreas que recuerda los peores momentos del Plan Consolidación durante el Plan Colombia. Por arte de magia, aparecen los cultivos industrializados
–aún sin definición– que al final puede ser cualquier territorio que es necesario hacer objetivo militar.
¿En qué es novedoso? En que narcotiza el tratamiento ambiental de la Amazonia colombiana; el gobierno nacional con la Unodc parece intentar plantear una estrategia de intervención de control regional insistiendo en la presencia creciente del crimen en esta región. Se les olvida que el crimen en la Amazonia empezó con el etnocidio de las naciones indígenas desde los modelos de acumulación del capital cuya expresión más viva son los empresarios caucheros esclavizando y asesinando. También lo fue la propia política de drogas de aspersiones y militarización de la Amazonia con el Plan Colombia. No obstante, quieren relanzar una estrategia de intervención internacional.
Tras firmar esta política de drogas, el ministro de Justicia de Colombia admitió que, por supuesto, Estados Unidos estaba muy contento porque ellos crearon la propuesta de política holística
. Esos días viajó una misión de ministros de Colombia a Washington a presentar la política de drogas
y firmaron un convenio de apoyo económico. Todos parecemos felices, porque las hectáreas de coca ya no importan, pero es falso, no sólo importan, sino que también se suman a la evaluación las capturas legalizadas sobre delitos ambientales, metas de extinción de dominio y de lavado. Sabemos que, como siempre, la justicia va a perseguir a los más jodidos.
No es menor recordar al lector que la política antidrogas busca todo menos acabar con las sustancias sicoactivas. Es una política de intervención en los territorios y en los cuerpos, que esconde intereses mucho más profundos. Por ejemplo, no dejar que el gobierno de izquierda se salga de lo aceptable políticamente y, segundo, la Amazonia. El problema es que las izquierdas latinoamericanas no resuelven –no entienden– con claridad de qué se trata esto de los mercados ilegalizados y terminan repitiendo tonterías de la derecha como: ¡la culpa es de la reconfiguración del narcotráfico!
.
Otra cosa que es difícil de entender es el síndrome de Estocolmo, que las izquierdas tienen con Estados Unidos; parece que cada izquierda que llega al poder en América Latina tiene como función mostrar que se somete más que la misma derecha, como si eso fuera motivo de orgullo:¡Tenemos política de drogas! –gritan en plaza pública. ¡Y la hizo Estados Unidos! ¡Y vamos a intervenir juntos en la Amazonia! Para los pueblos dignos, eso sólo debería aumentar las desconfianzas.
*Doctora en sociología, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana, AlaOrillaDelRío. Su último libro es Levantados de la selva