uando las cosas no se han hecho bien durante, digamos, las últimas tres décadas en la plaza más importante de Latinoamérica, el público de la Ciudad de México y de otros lugares resiente ese nivel de desempeño antojadizo y autorregulado y se aleja de la función taurina por más que otras empresas le ofrezcan toros y toreros capaces de emocionar, a precios accesibles y en un escenario con servicios y vialidades suficientes.
Eso ocurrió el sábado 30 de septiembre en La Florecita, en Naucalpan, con capacidad para algo más de 2 mil espectadores, donde se presentaron el moreliano Jorge Sotelo, el de Iztacalco Juan Luis Silis –tan castigado, tan dotado, tan desaprovechado− y el tijuanense Manolo Juárez, El Poeta, con un encierro de Magdalena González, propiedad de Javier Iturbe, de Amealco, Querétaro, sangre de Piedras Negras y una porción de Santa Coloma, con un magnífico mariachi, sabrosas carnitas, la entrada a sólo 250 pesos y...
Y sin embargo, apenas acudió el diez por ciento del aforo pues a la gente la han sacado de las plazas a patadas por desaires, caprichos, amiguismo, poder económico y banalidad ante la rica tradición taurina de México, hasta dejar indefenso al escenario de toros más importante del continente, cuando un atajo de aventureros disfrazados de animalistas consiguieron la suspensión de funciones taurinas, desde entonces a merced de burocracias legaloides.
A lo anterior añádase que ese mismo día hubo novillada en Arroyo, corrida en Pachuca, la despedida de El Juli en España y una discreta publicidad del festejo en La Florecita. Con todo, la actuación de los alternantes fue un despliegue de torería, de celo y de sello, de individualidades convencidas de su quehacer delante de los toros, entregándose como si estuvieran ante unos tendidos repletos, emitiendo el canto magnífico de su interioridad creadora y un grito vehemente de sus ganas de ser y de su capacidad de estar. Ah qué el sistema.
Abrió plaza Señorón, comiéndose la muleta de Jorge Sotelo, que supo aprovechar aquella embestidano sólo repetidora y con recorrido sino con son y transmisión, en prolongadas tandas por ambos lados que permitieron al moreliano recrearse en las suertes. Falló con la espada y lo que pudo ser por lo menos una oreja quedó en sonora vuelta al ruedo. Un discreto arrastre lento tuvieron los despojos del bravo y noble astado, ejemplo de que bravura y clase no son excluyentes sino complementarias.
Juan Luis Silis se cuece aparte. Pechó con el lote más exigente y a ambos les hizo lo que le vino en gana, atenuando lo poco propicio de las embestidas y destacando el poderío de su enorme técnica. Desde el cielo, un gran maestro mexicano del toreo sonreía. Por cierto, en su segundo Silis tuvo el insólito gesto al ofrecer banderillas a sus alternantes, que clavaron en todo lo alto y Juan Luis, sobrado de afición, quebró los palos y dejó preciso par de cortas en tablas. Su maciza tauromaquia mereció una oreja.
Por su inspirada parte El Poeta, con una exitosa temporada en cosos peruanos, desplegó sitio, competitividad e imaginación en los tres tercios, ofreciendo en su segundo palitroques a Sotelo y Silis, que volvieron a dejar los pares en todo lo alto, como si torearan seguido, y El Poeta un espectacular violín en los medios, vistoso y variado quite y una estructurada faena, coronada con un soberbio volapié, sin muleta, para cobrar una estocada entera y obtener una oreja a ley. Mucho qué decir tienen estos toreros y lo saben expresar
, comentó escrupuloso ganadero −asistieron más ganaderos que reporteros−, ojalá tengan más oportunidades
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