a Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI) 2022 arroja datos preocupantes acerca de la situación de los menores de edad. De acuerdo con el documento elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 3.7 millones de niñas, niños y adolescentes de entre cinco y 17 años laboraron en ocupaciones no permitidas, realizaron quehaceres domésticos no adecuados, o bien cayeron en ambas circunstancias. Esta cifra representa a 13.1 por ciento de la población de ese rango de edad, lo cual significa un incremento de 1.7 puntos porcentuales respecto a 2019. En cuanto a la división por género, para las niñas la tasa fue 10.7 por ciento y para los niños 15.5 por ciento, aunque podría haber una subrepresentación significativa de las labores domésticas realizadas por las niñas y adolescentes.
Resulta muy significativo que se experimente un retroceso en la materia a pesar de los múltiples programas sociales destinados a mejorar la situación económica de las familias con menores de edad, en particular aquellos que estimulan su permanencia en la escuela y permiten a los padres ahorrar buena parte del gasto que conlleva la obtención de uniformes y útiles escolares. Asimismo, cabe preguntarse por qué prevalecen estas dinámicas en un contexto en que las tasas de desempleo entre los adultos son históricamente bajas y en que el poder adquisitivo del salario atraviesa un proceso de recuperación sin precedentes en cuatro décadas.
Podría aventurarse que se trata del arraigo de prácticas aparecidas durante la pandemia y el consecuente confinamiento, cuando millones de menores dejaron las aulas y debieron permanecer en sus hogares. Es sabido que en este difícil periodo millones de padres y madres continuaron acudiendo a sus centros de trabajo y que, en muchos casos, llevaron a sus hijos con ellos ante la falta de una persona que pudiera hacerse cargo de su cuidado. Entre quienes se desempeñan dentro de la economía informal, la integración de los menores a la actividad familiar pudo haberse prolongado incluso sin una urgencia económica que orille a ello, así como es posible que algunas familias hayan pasado a dar por sentado que niños y jóvenes deben ayudar con las tareas domésticas, sin separar aquéllas que son aptas para su edad de las que no.
Sea cual sea la explicación del aumento (marginal, pero de cualquier modo indeseable) en la tasa de trabajo infantil, está claro que las autoridades deben dilucidarlas e implementar las políticas que resulten necesarias con el fin de abatir este fenómeno que afrenta los derechos humanos de millones de pequeños. Los gobernantes y los padres de familia deben cobrar plena conciencia de que el trabajo infantil no sólo supone un riesgo para el óptimo desarrollo físico e intelectual de niños, niñas y adolescentes, sino también un lastre para México, que pierde la oportunidad de formar a sus jóvenes de tal manera que alcancen su máximo potencial para contribuir a la economía y la vida cívica del país.