obre Pastorear es atajar el océano, pequeño libro, cuasi plaquette, de Ismael Pérez Vázquez, premio regional chiapaneco La terrestre raíz de las palabras, editado por Lengua de Colibrí y prologado por Mirtha Luz Pérez Robledo:
Que las ovejas son paridas por la luna, que la luna deshace su muda parafina en tejas y copas, que supondré de árboles, cuenta, nos cuenta el pastor que conoce su oficio, y que de su oficio, en su oficio soñando o trabajando, saca otro, el de escribir.
Un escribir contento, a la vez mesurado y desmesurado, mesurado como una nube sola, desmesurado como todo el mar.
El pastor exhorta a tomar leche de cabra, a abrir los pulmones y a aspirar el dulce aroma del tabaco, todo esto, parafraseo, para sanar del óxido que ancla.
Leo en desorden, como –se dice– suelen leerse los libros de poemas, a capricho, y me topo con que derrama su blancor y su penumbra / el litoral de la neblina, y con que huracanea octubre / el retumbo de su balar.
El eco del balido / rebota y se convierte en luz… Alguna vez, antes que el conejo, / había un borrego en la luna, / su ovina sombra permanece / en el selénico balar que la retiene.
En la playa… mangos y palmeras soplan música de sal.
Bajo esta luna de octubre, / envuelta en el celofán quebradizo de la noche, / bala despacio ese canto oveja de sombras.
En versos consecutivos una imagen, la turba de los gorriones, y una metáfora, los labios de la arena, notables.
Cómo un neologismo, ovejedario, convence cuando el osado sabe que habla por experiencia. Y cómo un solo verso sabe hacerse pasar, porque lo es, como poema pleno: En la escalera del parque lame sal un cabro de niebla.
En los últimos versos del texto convocado inmediatamente arriba, que algo recorto, me encuentro con que en la llovizna del parque / el árbol de la obscuridad / deja la plaza llena del cucú de las palomas.
De otro texto de nueve líneas destaco seis: pende degollada / en la seca rama de un roble, / no bala, no gime. […] La tierra bebe ávida / la sangre caliente de una oveja, / que habremos de comer.
No dudo que Pérez Vázquez, como otros de sus colegas –dicho de modo más arriesgado: como todo poeta–, perciba que toda poesía no es más, ni desde luego menos, que escombros del relámpago.